En las últimas semanas han salido, por aquí y por allá, notas relacionadas con la literatura infantil y juvenil: una sobre la escritora Yolanda Reyes, de Colombia, quien asegura que esta vertiente vive su mejor momento en América Latina y sigue evolucionando; otra sobre el convenio entre la Caniem y librerías Educal en México, para que los libros infantiles y juveniles de diversas editoriales mantengan un descuento de 25% desde junio hasta diciembre de este año; una más sobre Antonio Ortuño, el escritor jalisciense que, a pesar de criticar duramente algunas sagas de literatura industrial juvenil, se lanza a la aventura de publicar una distinta, probando que los viejos modelos de literatura no tan comerciales tienen aún mucho que ofrecer y, por último, un artículo de El Confidencial titulado “La trampa de Lego: ¿sobrevivirá el sector editorial a los nuevos tipos de lectores?”, que me parece imperdible.

Durante años, el tema de la piratería ha sido la preocupación principal de la industria cultural, especialmente en el área de los libros y la música. Visto por unos como un mal necesario y por otros como el detonador de las desgracias que le atribuyen a este medio, sin duda tiene un fondo cultural complejo, como afirma Rafa González en su nota de editor de hace unas semanas, y no podemos limitarnos a tratarlo como un mero efecto económico.

Sin embargo, el tópico que va cobrando mayor fuerza respecto a por qué la venta de libros no termina de despegar, en especial en algunos sectores y más allá de la piratería, es el de los formatos. En El Confidencial se hace un análisis donde tecnología, neurología y el gusto por la lectura se mezclan para explicar por qué hoy es tan difícil que alguien se siente a leer un libro cuando hace unas décadas era una práctica bastante habitual.

Por un lado, está el asunto de la portabilidad. Nos guste o no, hemos de entender que, de un tiempo para acá, los jóvenes prefieren llevar libros con ellos, así, en plural. Y para eso necesitan herramientas, dispositivos que no los limiten física ni materialmente: llevar varios libros impresos ocupa espacio en las mochilas y, sobre todo, pesa. En cambio, los PDF son más fáciles de descargar y agregar al celular o la tableta. Por algo se han convertido en el símbolo de la piratería, a los que la industria editorial ha declarado como su enemigo. No intento justificar el hecho, sino plantear una interrogante, sobre todo a aquellas editoriales que buscan especializarse en el mercado infantil y juvenil: ¿son sus libros accesibles para su público?

Por otra parte, la palabra interactividad flota en el ambiente y muchos editores parecen perdidos: ¿se requiere cambiar de giro y renunciar a hacer libros para ofrecer productos interactivos? El año pasado, durante la Primera Conferencia Internacional de Lectura y Tecnología, Alfonso Ochoa, de Ocho Gallos, mencionaba que confundimos interactividad con crear aplicaciones. Para él, “no se trata de pulsar botones con un dedo, sino de provocar a la mente para que forme parte de un proceso creador”. Si bien las aplicaciones para dispositivos son la muestra más representativa de la interactividad, tampoco debemos limitarnos a ellas.

Según la RAE, interacción es “la acción que se ejerce recíprocamente entre dos o más objetos, personas, agentes, fuerzas, funciones, etcétera”. ¿No se da eso con un libro? Estamos acostumbrados a que el canal de comunicación en la lectura sea unidireccional: el autor (y todo el equipo que estuvo detrás del libro) habla y nosotros, humildemente, escuchamos, interiorizamos sus palabras e ideas. Podemos estar de acuerdo con ellas o no, pero no tenemos la opción de interactuar con el autor, plantearle nuestras dudas o desacuerdos, al menos no de manera inmediata. La generación millennial, integrada por los que hoy rondan entre los 16 y los 36 años, y la generación Z, de menores de 15 años, se han caracterizado por hacerse escuchar, por cuestionar y exigir retroalimentación en cuanto a las inquietudes sobre su vida diaria: políticas, musicales y, por supuesto, sobre libros. Además, quieren una respuesta rápida y certera, sin titubeos. La era de la información hace que nos acostumbremos a inyecciones de datos y atención, dosis cortas y precisas de aquello que nos mantiene más o menos al día sin tener que ahondar mucho y que nos causa placer, acorde con el ritmo en que vivimos: bombas de breves párrafos noticiosos, videos, pistas musicales, likes, retuits, filosofías de 140 caracteres, reblogs y noticias sintetizadas en mensajes de texto. Golpes de dopamina creados para la satisfacción instantánea de tener lo que queremos cuando lo queremos y poder interactuar con ello en ese mismo instante, en lugar de concentrarse por horas en la lectura de un libro, no solo para decodificarlo y formar oraciones coherentes en nuestro cerebro, sino para verdaderamente entenderlo y cuestionar lo que el autor dice, o no dice, en páginas y páginas de tinta después de las cuales tal vez no tendremos una respuesta a nuestras dudas.

Si bien esta situación no es mala —se puede extrapolar la conveniencia de los nuevos formatos a algunos géneros y estilos—, sí dice mucho de por qué es más difícil para las nuevas generaciones adentrarse en un texto y por qué los autores se ven obligados a ser más ágiles en su escritura, a recurrir a un estilo cargado de golpes de efecto en la trama, como montaña rusa, en obras que se alargan en forma de sagas para mantener, por un tiempo, la atención de los jóvenes, y que incluso propician la incursión de sus lectores en la escritura virtual, comentando en foros, actuando en juegos de rol donde conviven con los personajes, usando aplicaciones, videos o playlists, sesiones de preguntas y respuestas en redes sociales y perfiles cada vez más completos y accesibles que complementen la experiencia y les proporcionen los estímulos necesarios para seguir enganchados. Esto no simplifica la lectura. Al contrario, resulta un verdadero reto para los autores y un trabajo complejo crear algo que se vuelva “algo más”, que funja como catalizador para mantener al lector al pendiente de los personajes y sus aventuras en el caso de la ficción.

Como en todo, también hay un grupo de jóvenes que aún disfruta y presume de que sus lecturas no se ven limitadas a lo comercial. Su carta de presentación es el conocimiento de los clásicos, de los independientes, de poesía y de autores olvidados por el tiempo o cuyas páginas son como laberintos en los que adentrarse se vuelve tan agotador como si corriéramos un maratón al tiempo que leemos. Tener en el currículo lector este tipo de novelas a una edad relativamente temprana es visto en algunos círculos como un plus, un destello de intelectualidad y causa admiración. Un ejemplo claro se da con el Ulises de Joyce, que resulta extenuante hasta para lectores experimentados. Pero ¿quién puede contactar a Joyce para que le explique sus significados? ¿Leer algo complejo garantiza su comprensión? Cualquiera que sea la respuesta, es imposible englobar a todos los lectores en una de ellas. Habrá algunos que comprendan la profundidad de los textos y que agradecerán la habilidad de los autores y su dominio del estilo; habrá otros que solo acumulen páginas, mas no reflexiones al respecto.

Viendo hacia el futuro, la herramienta de lectura básica que ahora es el libro, difícilmente atrapará la atención de las nuevas generaciones sin los nuevos complementos. Los editores deben insistir en la calidad y no descuidar los contenidos, pero no se trata de publicar una novela “intelectual” dirigida a un pequeño sector (a menos que esa sea la meta), sino de pensar otros modos de contar para que los jóvenes se acerquen a esas historias, las hagan suyas, las entiendan y las compartan. Sea que reeditemos un clásico y busquemos un extra que le dé un pellizco a las nuevas generaciones que los lleve a descubrirlos, o que encontremos a un autor novel cuya obra sea magnífica, pero que publicarlo implica encontrar una manera de que los lectores se fijen en un desconocido.

De géneros y calidad literaria podríamos debatir largamente y nunca terminaríamos. Me quedo con esta frase de Borges: “Si Shakespeare les interesa, está bien. Si les resulta tedioso, déjenlo. Shakespeare no ha escrito aún para ustedes. Llegará un día en que Shakespeare será digno de ustedes y ustedes serán dignos de Shakespeare, pero mientras tanto no hay que apresurar las cosas”.

A final de cuentas, estamos aquí porque amamos la literatura… aunque no toda la literatura nos ame a nosotros.